En medio de una crisis inédita y cada vez más profunda, Venezuela se ha convertido en una plataforma de salida de millones de personas que, con gran pena, han debido abandonar su país y, peor aún, a sus seres queridos. Inseguridad, economía destruida, ausencia de medicamentos, fragmentación social, crisis política y escasa alimentación han generado un drama humanitario imposible de soslayar. Sin embargo, como en todo lo negativo, siempre hay algo bueno y Sudamérica ha acogido, con gran solidaridad, a los millones de desplazados, quienes se han repartido por diversos países de la región. Uno de ellos ha sido Chile, que, en algo histórico, ha recibido un flujo migratorio de venezolanos que ya supera, largamente, las 100.000 personas. ¿Cómo ha sido la vida de estos migrantes en un país ubicado al fin del mundo? Aquí el testimonio de dos viajeros que, a pesar de los problemas, lucharon, se levantaron y hoy gozan, junto a sus familiares, en el tranquilo Chile.
Raimundo Gregoire Delaunoy | 3 de diciembre de 2018
Sudamérica tiene una historia marcada, entre otras cosas, por la inestabilidad política y social. Durante los últimos 200 años, los países de la región enfrentaron procesos similares, los cuales incluyeron independencias, dictaduras, golpes de estado y lucha contra la pobreza y mala distribución de la riqueza. Parecía que el siglo 21 podría traer algo diferente, especialmente luego de ver que las democracias se consolidaban y que llegaban al poder gobiernos de izquierda o centro izquierda que, en teoría, disminuirían la cantidad de pobres y la desigualdad. Así, el proceso de “izquierdización” sudamericana significó que Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela tuviesen mandatarios de tipo socialista. En algunos casos, además, la renovación llegó con el ascenso al poder de las mujeres (Michelle Bachelet en Chile, Cristina Fernández en Argentina y Dilma Rousseff en Brasil).
Lamentablemente, tras varios años de idas y vueltas, aquel proceso vive sus últimas horas, con Sudamérica volcada, ahora último, hacia la derecha o centro derecha. Uno de los sobrevivientes a esta tendencia es Nicolás Maduro, actual presidente de Venezuela, pero que, para muchos venezolanos, no es más que un dictador. Los hechos hablan por sí solos y lo concreto es que Venezuela vive la que ha sido considerada como la peor crisis de su historia independiente. Según el director regional de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 3.000.000 de venezolanos han dejado el país, mientras que la ONU asegura que 1,9 millones lo hicieron a partir de 2015. La proyección es aún peor, pues, de acuerdo al Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), la cifra podría llegar a los 4.000.000, es decir, cerca del 12% de la población de Venezuela.
La mayoría de estos nuevos inmigrantes –en algunos casos, catalogados, oficialmente, como demandantes de asilo- se ha desplazado al interior de Sudamérica y, en menor medida, hacia Centroamérica, el Caribe, Norteamérica y, por último, Europa. Al respecto, la tendencia es preocupante, pues, en 2010, los venezolanos viviendo fuera de su país eran 556.641, mientras que en 2017 el número aumentó en más del triple y totalizó 1.622.019. El gran peso de esto se lo ha llevado Sudamérica, región que en 2015 albergaba a 88.975 ciudadanos de Venezuela, pero que en 2017 ya acogía a 885.891, es decir, casi diez veces más. En relación a esto, las tasas de crecimiento por país son impresionantes. Chile (1.488%), Colombia (1.232%), Perú (1.116%) y Brasil (1.022%) lideran con tremendos números (más del 1.000%), siendo secundados por Argentina (444%), Ecuador (444%), Panamá (368%) y Uruguay (325%). Y eso que estas solo son las cifras oficiales entregadas por organismos como la mencionada ONU.
En este contexto, el caso de Chile es emblemático. No solo por ser el país que aumentó en mayor proporción la cantidad de venezolanos viviendo en su territorio, sino que por lo brusco que ha sido el fenómeno. Si hace algunos años la comunidad llanera apenas era conocida, hoy es una de las más importantes del país (134.390) y, de hecho, solo es superada por aquellas de peruanos (266.244) y colombianos (145.139). El flujo de venezolanos es tan potente, que el 27,4% de las visas entregadas por el gobierno de Chile durante 2017 correspondió a ciudadanos de Venezuela.
El perfil del inmigrante venezolano en Chile
A diferencia de las principales comunidades migratorias que se han establecido en tierras chilenas, los venezolanos se caracterizan por estar altamente calificados en lo laboral. De hecho, es muy frecuente ver a profesionales de diversas áreas (médicos, ingenieros, arquitectos, psicólogos, diseñadores y publicistas, por dar algunos ejemplos), muchos de los cuales, además, poseen grados como magíster o doctor. En teoría, esto permite que muchos de ellos logren una mejor inserción en el mercado laboral chileno, aunque el proceso presenta dos dificultades. La primera, que deben validar sus títulos y grados. La segunda, que ya existen serios problemas para los mismos chilenos a la hora de encontrar un buen trabajo. Así, muchos venezolanos llegan a Chile y se ponen a trabajar en el área de servicios, que es donde hay más facilidades y donde, de una u otra forma, se valora su educación y su amabilidad en el trato con los clientes.
Igualmente, no todos lo pasan bien y algunos no logran quedarse en el país debido a delitos o condenas recibidas durante su estadía en Chile. Sin embargo, su buena conducta resalta y eso queda demostrado por las estadísticas oficiales entregadas por el Ministerio del Interior de Chile, ya que entre 2013 y 2017 apenas 18 venezolanos fueron deportados y solo en 2015 hubo más de cinco que sufrieron la deportación.
Por último, es importante mencionar que la mayoría de los inmigrantes venezolanos que llegan a Chile pertenecen a los sectores socioeconómicos más altos. Es así que muchos de ellos viajaron hasta Chile por vía aérea, aunque el proceso no fue fácil, ya que debieron vender sus propiedades, autos o herramientas de trabajo. Sin embargo, en el último período ha aumentado la cantidad de venezolanos de origen socioeconómico medio o bajo, los cuales deben realizar largas travesías terrestres que, en muchos casos, los llevan por Cuba, Guyana, Brasil y Perú antes de arribar a Chile. Si bien no hay cifras exactas, diversos estudios sitúan entre un 10% y 15% la cantidad de venezolanos de clases media o baja que llegan a Chile.
De Caracas a Santiago, una historia de amor y negocios en el mercado más importante de Santiago
Adalis Borrego solía vivir en Caracas, pero hace dos años aquello cambió. La situación del país la obligó a dejar la capital venezolana y buscar un mejor destino en el lejano Chile. Con 42 años, asegura que no fue fácil dejar Venezuela y llegar a Santiago, ya que allá tenía un negocio y trabajaba como independiente. Sin embargo, en los últimos años ya no podía mantener su emprendimiento y debió trabajar con su auto, en la calle. “Hacía transporte, lo que salía, pues ya era imposible mantener un negocio”, recuerda la amable Adelis, que siempre regala una sonrisa y un tranquilo hablar.
Ella, al igual que muchos de sus compatriotas, mira con nostalgia todo lo ocurrido en Venezuela y, de hecho, dice que “tengo un país maravilloso, increíble, pero los problemas del país –económico, social y de seguridad- son muchos”. Luego, agrega que “ya ni siquiera podías salir a la calle, pues alguien podía matarte. Además, el dinero, por más que trabajes y tengas un negocio, no te alcanza. Y la salud también está mal. El país está muy mal”.
Su testimonio refleja lo que ocurre en la riquísima Venezuela, que, en los últimos años, ha visto cómo la mayoría de sus ciudadanos viven bajo la línea de la pobreza (80% según las últimas cifras) y no tienen alimentos. Tanto así, que durante 2017 los venezolanos perdieron, en promedio, cerca de 11 kilos. Esto la hizo pensar sobre su situación y tomar la decisión de venirse a Chile. Un familiar de un amigo le había hablado bien de dicho país y entonces optó por vender su auto, con lo cual asumió que se iría de su querida Venezuela.
“La decisión es difícil, o sea, considero que los venezolanos no somos un pueblo migrante o al menos no es algo que nos hayan inculcado. Al venezolano le gusta viajar, conocer, pero no es de salir y echar raíces fuera del país. Tomar esa decisión es súper difícil, pero una vez que la tomas no queda otra que echarle para adelante”, asegura, mientras clientes le hacen preguntas en su negocio, ubicado en la Vega, que es el principal mercado de frutas y verduras (entre otras cosas) de la capital chilena.
Adalis vendió su auto, compró el pasaje, preparó los papeles y así, en 28 días, ya tenía todo listo y llegó a Chile. Ingresó como turista y a la semana consiguió un trabajo. Cuando su visa estaba por vencer, logró un contrato y con eso logró regularizar su situación. Hace diez meses espera la respuesta a la solicitud de visa definitiva y confía en que se la darán. Y claro que sí, pues en Chile ha armado toda su vida. Cuando llegó a Chile trabajó en una distribuidora de frutas en la Vega y gracias a eso conoció a Bárbara, su actual pareja. Ella compraba frutas como cliente y Adalis la atendía, asi que surgió un romance y ya llevan más de un año casadas. Adalis nunca imaginó algo así, pues “cuando llegas acá no piensas en amor, sino que solo en enfocarte en trabajar y en ponerle ganas, pero a mí me pasó esto. Afortunadamente, su familia ha sido excelente conmigo y me ha arropado. Han sido maravillosos”, agrega esta esforzada y siempre amable venezolana.
Pero la Vega de Santiago no solo ha sido el punto neurálgico de su corazón, ya que en este lugar también ha logrado desarrollar su proyecto laboral, que es un negocio de productos venezolanos. Y no es cualquier local, ya que hasta el mismo presidente de Chile, Sebastián Piñera, ha visitado a Adalis. Entre otras cosas, llama la atención el nombre del emprendimiento, que es “Aquí se habla mal de Chávez”.
Adalis comenta que no fue fácil montar el negocio. Tanto así, que hace cerca de un año empezaron con las modificaciones, pues antes no se vendían productos venezolanos. Sin embargo, el proceso ha valido la pena, pues ella considera que su local es ese punto, dentro de la Vega, al cual sus compatriotas pueden llegar y sentirse un poco más cerca de su país. “Hay una bandera gigante, tenemos los productos venezolanos y además preparamos comida típica nuestra. Por ejemplo, arepas y empanadas. La gente viene para acá y recuerda su patria”, explica, para luego complementar diciendo que “la experiencia que vivimos los fines de semana nos enriquece mucho. Nos reencontramos en este lugar y eso te motiva a seguir con esto”.
Respecto al nombre del negocio, Adalis reconoce que aquello ha generado ruido y, a continuación, explica el motivo por el cual optaron por bautizar así a su emprendimiento. “El nombre en sí viene de hace poco más de un año. En Venezuela se creó un hashtag que decía ‘aquí no se habla mal de Chávez’ y en el local teníamos un cartel en el cual escribíamos mensajes de aliento. Un buen día le dije a mi novia que aquí sí puedo hablar mal de Chávez, pues este es un país libre”, comenta la caraqueña, quien agrega que la gente se siente identificada con esto, pero que, más allá de eso, lo importante es que “aquí coinciden con sus paisanos, donde vienen a hablar y reírse de las mismas cosas, contando las historias de por qué llegaron acá”.
Las cosas funcionaron tan bien para Adalis, que al final buena parte de su familia vive acá en Santiago. Ella llegó en junio de 2016 y casi un año después vinieron su hermano y su señora. Antes, ya lo había hecho su sobrino. Todos trabajan en el negocio, aunque según sus tiempos. Por ejemplo, el hermano de Adalis apoya en la cocina, mientras que su esposa lo hace los fines de semana, pues de lunes a viernes trabaja cuidando a una señora. Distinta fue la situación de su mamá, quien vino, pero no se adaptó. Sin embargo, Adalis le baja el perfil a eso, ya que tienen una casa propia, no tienen deudas y por eso pueden apoyar a su mamá, que es la única que se quedó en Venezuela.
Lo anterior les permite soslayar lo más difícil, que es extrañar a los seres queridos y adaptarse a la cultura de un país diferente. Sobre los chilenos, Adalis piensa que “como en todas partes, hay gente malhumorada y otros de buen humor. Acá todo es multicolor, es decir, muy variado”. Luego, complementa diciendo que “lo importante es que haya respeto, un buen gesto y una actitud positiva. Hay que respetar las costumbres locales y así como ellos se han adaptado a nuestra forma de ser, nosotros debemos hacer lo mismo, pues estamos en Chile”.
Pasan los días y Adalis sigue trabajando en su proyecto. Se le ve feliz junto a Bárbara. Han ido construyendo su vida y, poco a poco, logran pasar el trago de amargo de la crisis humanitaria que azota a Venezuela. Igualmente, la nostalgia siempre se abre camino y, tal cual ella afirma, “a veces pienso que no debimos salir, para seguir luchando, pero estando acá no solo puedo ayudar a mi mamá, sino que también a sus hermanas”. Y eso es lo que diariamente la motiva para seguir avanzando. Lo importante, en el caso de quienes se vinieron a Chile, es adaptarse, cambiar el chip y, como le gusta decir a ella, “echarle pa’delante”. Y en eso sigue ella. Siempre con el recuerdo de su anhelada Venezuela y con la esperanza que algún día todo cambie en su país. Mientras, agradece a la vida y a los chilenos.
“Gracias por todo, gracias por permitirme vivir en tu país. Si has tenido malas experiencias con algún extranjero, por favor acércate a nosotros y conócenos. Feliz te daré un abrazo”.
De la tropical Maracaibo al mundo académico en el desértico norte de Chile
Copiapó es una ciudad ubicada en medio del desierto de Atacama, el lugar más seco del planeta. Francisco Arocha, médico de 57 años y oriundo de la tropical Maracaibo nunca pensó que terminaría trabajando ahí, en el árido norte de Chile. En Venezuela, ejerció como internista e infector y también fue profesor de microbiología. Su especialidad era la medicina interna, bacteriología e infectología. Sin embargo, en los últimos años de poco servía su trayectoria, ya que su sueldo no le alcanzaba para mucho y, además, la situación del país era cada vez peor.
“Venía vislumbrando que en algún momento me iba a tener que ir de mi país, pues tengo muchos amigos cubanos, que escaparon de la dictadura de los Castro, y ellos me decían que esto de Venezuela era lo mismo de Cuba, que se estaba repitiendo la historia”, explica Francisco, quien también asegura que la decisión de irse recién pudo encaminarse en 2016, año en el cual el último de sus hijos terminó sus estudios. De hecho, asegura que “cuando se graduó nuestro primer hijo, que es publicista, él empezó a trabajar, pero vivió varios episodios de secuestros, robos y atentados políticos. Tanto así, que lo hirieron en la espalda en una de las marchas y eso está en la prensa, con la espalda ensangrentada. Gracias a dios la bala no penetró, pero con eso él tomó la decisión de irse de Venezuela y se vino a Chile”.
Al igual que muchos otros venezolanos, influyó el hecho de tener conocidos en Chile y que hubiese una buena percepción sobre la realidad del país. Sin embargo, la historia recién comenzaba, pues en diciembre de 2016 fue el turno de la segunda hija del doctor Arocha, quien se vino a Chile con su tía, sumándose a su hermano y a la novia de éste. Todos se establecieron en el mismo barrio y en agosto de 2017 finalizó los estudios el último de sus hijos, con lo cual se abrió la puerta que los llevaría hacia otro país. Claro, pues a fines de aquel año Francisco conversó con un amigo y éste le comentó que había encontrado trabajo en Chile y que para los médicos era fácil el asunto laboral. Así, en enero de 2017, Francisco, su señora y su hijo tomaron la decisión de venirse a Chile, pero no todo fue miel sobre hojuelas. “Entre enero y noviembre vino el proceso de legalización, apostillas, búsqueda de papeles, etc. Eso siempre es difícil, pero ahora es casi imposible en Venezuela. En octubre volví a Venezuela para buscar algunos documentos, pero algunos no me los dieron y eso fue por razones políticas”, agrega con calma.
Para viajar a Chile, debió vender sus dos autos y buena parte de sus equipos médicos. En Venezuela dejó su casa y una camioneta. Antes de tomar el avión, confiesa, sintió “miedo y terror de enfrentarse a lo desconocido”.
Una vez en Chile, no creía lo que estaba viviendo. “Uno piensa si acaso volverá a su país o no. Además, te invade la incertidumbre, pues no sabes si conseguirás un puesto de trabajo o no”, asegura Francisco Arocha, quien tras cuatro meses puso fin a su búsqueda laboral. Primero pasó dos meses en Santiago, para luego vivir igual cantidad en Valparaíso, principal puerto de Chile. Allá estuvo con su señora, su esposa, su hijo y su mascota (un perro). En medio de ese ir y venir fue aceptado en el Hospital Regional de Copiapó y todo cambió en forma abrupta, ya que él afirma que “pasé de vivir de un lugar con clima tropical, mucho calor y humedad, a una ciudad que no era tan cálida. Añoraba la vegetación y la lluvia, pues en la ciudad misma hay árboles, pero en las afueras ya solo ves desierto”.
Francisco explica que fue muy difícil conseguir trabajo, “pues el asunto era que tenía que ser un combo cuádruple, o sea, dos oftalmólogos –mi mujer y su compañera de equipo de operación-, un pediatra –el esposo de la colega de su señora- y yo, asi que el hospital tenía que aceptarnos a los cuatro, lo cual no era fácil”. De hecho, Arocha recibió ofertas, pero, por ejemplo, en Antofagasta, importante puerto del norte de Chile, lo aceptaban a él, pero no a su esposa. En otra ciudad, había un puesto para el marido de la colega de la señora de Francisco Arocha, pero no para los otros. Por eso, cuando surgió la posibilidad en Copiapó, donde los aceptaban a los cuatro, no lo dudaron.
El golpe de suerte no se detuvo ahí. Meses después, la Universidad de Atacama (UDA) –con sede en Copiapó- buscaba consolidar un proyecto de tener una escuela de Medicina y, como parte del proceso, algunos profesores de dicha casa de estudios fueron a dar una charla al hospital de Copiapó. Ahí, se encontraron con el doctor Arocha, quien realizó algunos comentarios, los cuales fueron bien recibidos. Al tiempo, lo contactaron y le propusieron trabajar en la naciente escuela de Medicina. “Les dije que sí, pues tengo 25 años de experiencia en docencia universitaria. De hecho, en Venezuela era profesor jubilado. En julio me contrataron como director de la escuela de Medicina y mi primer trabajo fue crear el programa de estudios”, acota Arocha, quien trabaja media jornada en el hospital y el resto en la universidad.
Sobre este desafío laboral, asegura que se siente pionero, “pues prácticamente todo lo que se haga en Copiapó es primera vez que se hace. Y ahorita, en seis años, van a salir los primeros médicos formados en la UDA. Atacama es la segunda región de Chile con menos médicos por habitantes y el norte es una región muy despoblada, entonces estamos haciendo una labor que algún día nos agradecerá la población de Atacama”, expresa, con orgullo.
Ya con más de un año viviendo en Chile, el doctor Arocha siente que todo esto ha sido un revivir para él y su familia. Ve con alegría su proyección en Chile y no duda en decir que en territorio chileno han encontrado las oportunidades que jamás hubiesen tenido en su amada Venezuela. Asegura que, a diferencia de su país, el trabajo en Chile brinda la posibilidad de progresar, ya que los sueldos permiten cosas que allá eran imposibles. “Allá, la plata no te alcanzaba ni para chocolates”, asegura con cierta pena.
Venirse a Chile ha sido un cambio total y él cree que ha sido como agarrar una planta, arrancarla de raíz y plantarla en otro lugar. Aunque no ha sido violento el proceso, reconoce que “uno extraña la comida, el ambiente, los amigos, la familia que aún queda allá, el trabajo que dejó y muchas otras cosas. Yo tenía un laboratorio de bacteriología y quedó en manos de una encargada que, con muchas dificultades, lo mantiene a flote”.
Asegura que el chileno recibe bien al extranjero, en general, y al venezolano, en particular. Dice que le gusta que en Chile valoren la simpatía y educación de los venezolanos, pero que igualmente ve que la actitud hacia otros extranjeros, como los haitianos, no es tan positiva. “Hay xenófobos y racistas, pero como en todas partes. Los chilenos son más cerrados que los venezolanos, pero nos han tratado bien. La gente de Copiapó es colaboradora y amable. Entiendo que Chile es un país aislado por la cordillera y que, durante décadas, no tuvo muchos inmigrantes, asi que todo esto es nuevo, ya que se generó prosperidad y eso ha sido un imán para muchos. Acá hay colombianos, argentinos, peruanos, dominicanos, haitianos, ecuatorianos y venezolanos, pero incluso llegan de otras partes. Como director de la carrera de Medicina, siempre estoy a cargo del proceso de selección de personal docente y créelo que he recibido currículos de Estados Unidos y Canadá”, asegura Francisco.
A pesar que considera que los chilenos se quejan mucho y que le molesta el excesivo apego a las normas, él y su familia ya están muy cómodos en Chile. Por eso, asevera que no volverá a Venezuela en el corto plazo y que, de hacerlo, solo sería en forma parcial. “Ya tengo propiedades en Chile, me ha ido mejor que en mi país y hoy no dan ganas de volver, ni siquiera de visita. La última vez que fui, en octubre del año pasado, le dí cien bolívares al cuidador de autos en la calle, pero me los devolvió y me dijo que prefería un pedazo de pan”, relata, algo emocionado, el doctor Arocha.
Así, la familia Arocha dejó la Venezuela que los vio crecer y establecerse como un férreo núcleo familiar. De eso, ya casi nada queda en las lejanas y cálidas tierras venezolanas. Casi todos han dejado Maracaibo y Caracas, empezando a ser parte de otro país.
Mañana llegarán dos sobrinas de Francisco y, si todo sale bien, en 2019 vendrán otras dos más. Ellas se sumarán a otros sobrinos que ya viven acá y, por supuesto, a Francisco Arocha, su señora, su hija y sus dos hijos. Todos comienzan a ser chilenos.
O al menos las futuras generaciones lo serán.