Si hace uno o dos años los inmigrantes parecían estar muy contentos en Chile, hoy la situación ha cambiado mucho. Si bien todavía muchos extranjeros que llegaron en busca de una mejor vida dicen estar contentos por aquella decisión, otros tantos reflexionan sobre el sentido de llegar a este país. Y, por supuesto, están aquellos que ya se fueron a su lugar de origen o que tomaron la determinación de irse apenas puedan.
Raimundo Gregoire Delaunoy | 26 de octubre de 2018
Al respecto, cabe pensar, brevemente, qué ha pasado con la inmigración en Chile. Partamos por lo básico, que son las políticas migratorias del estado chileno. Lo primero que resalta es que en este proceso inédito para Chile (hace algunos años había 300.000 o 400.000 inmigrantes en situación legal y ahora son más de un millón) ha habido muchos errores en la manera que los gobiernos de turno y los políticos han abordado este tema. Es cierto que el cambio de la tendencia migratoria fue muy brusco, pues el país pasó de ser un territorio lejano a los grandes procesos migratorios a uno que, de la noche a la mañana, recibía miles de haitianos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, dominicanos y otros latinoamericanos. También, aunque en mucha menor cantidad, europeos (principalmente españoles), palestinos y sirios.
Sin embargo, el grado de improvisación es pavoroso. Recién a mediados de 2017 y durante el presente año se ha intentado enfrentar, aunque sea tibiamente, el problema de los flujos migratorios. El estado, y en eso hay que ser muy claro, ha sido incapaz de ofrecer buena calidad de vida la mayoría de los inmigrantes que llegaron a Chile. Dejemos a un lado a los profesionales –que vienen de países como Argentina, Venezuela o España-, ya que ellos pertenecen a una burbuja privilegiada, y pongamos el foco en lo más masivo, es decir, los ciudadanos de Haití, Venezuela, Colombia y República Dominicana, por dar algunos ejemplos. Así, se han encontrado con serios problemas que no solo los azotan a ellos, sino que también a los chilenos. Por ejemplo, cerca del 80% de los trabajadores de nacionalidad chilena gana menos de 400.000 pesos mensuales y las cifras de cesantía (que han oscilado entre el 9% y 10% en los últimos años) no reflejan la realidad de la precariedad laboral (mucha gente trabajando sin contrato, sueldos contrarios a toda ética laboral y abusos de diversa índole, o sea, explotación laboral). Obviamente, los inmigrantes, aquellos que venían en busca del “sueño chileno”, se enfrentaron a esta dura realidad.
A eso sumemos, por dar otro ejemplo, el racismo que se ha producido. Muchos de los inmigrantes han reconocido que sufren o han sufrido discriminación por su color de piel, su etnia o su condición socioeconómica. A este hecho se suma otro tipo de racismo, uno más disimulado y peligroso, ya que está anclado en lo más profundo del inconsciente de una parte de la sociedad chilena. Cuando se les pregunta por los negros que han llegado a Chile (y aquí muchos quizás digan que el término “negro” es racista, aunque, claramente, no lo es), muchos dicen que serán un aporte, pues en algunos años más tendremos grandes atletas o porque la selección de fútbol tendrá jugadores rápidos, altos y fuertes. Entonces, la pregunta brota en forma espontánea. ¿Acaso no aportan con su rica cultura?, ¿no son un aporte en el plano intelectual?, ¿su capacidad de esfuerzo no suma para levantar a un país que, aunque a muchos les duela, está de capa caída? Parece ser que, para muchos, la raza negra solo entrega su físico y no su forma de pensar, su historia y sus costumbres. Un racismo etnocentrista y que, como en muchos otros ámbitos, tiene una clara raíz eurocentrista, es decir, los europeos blancos son dioses y los indígenas y negros son unos salvajes. A esto sumemos la estigmatización que sufren ciertas comunidades. Es cierto que algunos inmigrantes latinoamericanos han ingresado a Chile para cometer delitos, pero representan a un porcentaje mínimo del total de los delincuentes. En este sentido, vale recordar que entre 2013 y 2017 el promedio de extranjeros expulsados fue de 1.237 por año, es decir, una cifra pequeña en comparación a los foráneos que viven en territorio chileno. Además, siempre se apunta con el dedo a los colombianos y dominicanos, pero estos últimos, por ejemplo, registran 181 expulsiones en el período 2013-2017, mientras que los argentinos totalizan 178. ¿Alguien menciona que los trasandinos son unos delincuentes? Nadie. Y eso está bien, porque no se puede generalizar, pero esto último sí ocurre con los dominicanos que, vaya sorpresa, suelen ser negros o mulatos.
Pasemos a otro asunto, que es la situación legal de los inmigrantes. Es muy bueno que se hayan creado distintos tipos de visas, pues eso va en la dirección correcta y es lo que están haciendo los países que están a años luz de Chile en materia migratoria. Sin embargo, nuevamente aparecen graves vacíos o falencias. Por ejemplo, muchos inmigrantes piden visa de residencia definitiva y reciben un carnet de identidad provisorio, el cual tiene una duración de seis meses. El problema es que no se puede renovar y la entrega de visa –en el caso de quienes tienen la suerte que su solicitud sea aceptada- demora al menos diez meses. Esto genera un espacio de cuatro a ocho meses en el cual el extranjero está en condición legal –tiene el papel que demuestra que está esperando la respuesta a su solicitud de visa-, pero, al mismo tiempo, se encuentra en tierra de nadie. No puede ser ingresado como carga de alguien que tenga una isapre, no puede sacar beneficios en ciertas comunas donde residen (les piden el carnet de identidad), pierden oportunidades laborales (en muchos trabajos exigen visa definitiva entregada) e incluso se les complica el tema del pago, pues no pueden sacar boleta o, simplemente, no tienen cómo recibir el pago por sus servicios, ya que en ocasiones les exigen una cuenta bancaria. Así, algunos tienen la suerte de poder contar con la cuenta corriente de algún conocido, pero esto choca con otro tema legal, que es pagarle a alguien que no trabaja en un lugar determinado. Y esto, obviamente, complica a quienes quieren darle condiciones serias de trabajo.
Antes de terminar, es importante mencionar lo que ha ocurrido con los refugiados sirios, algunos de los cuales, hasta el día de hoy, siguen reclamando por lo que han sufrido en Chile. Algunos han logrado integrarse, pero otros siguen sin trabajo y no logran tener los recursos necesarios para vivir por su cuenta. Acusan, algunos de ellos, que el estado chileno los abandonó. Si es cierto o no, es difícil saberlo (habría que analizar cada caso), pero, más allá de quién es responsable, nos encontramos, nuevamente, ante otro fracaso o, como mínimo, un proceso de integración que no logró consolidarse en su 100%.
Por último, la guinda de la torta es la iniciativa del gobierno que busca darle algo de dignidad a los ciudadanos haitianos que quieren volver a su país, luego de pasar penurias durante su estadía en territorio chileno. Dada la situación actual, parece razonable que los ayuden al retorno, pero esto debe ser motivo de reflexión y análisis. Durante 2017 se le abrió la puerta a miles de haitianos, en una política migratoria que podría ser calificada como irresponsable y que, en realidad, no merece ser llamada “política migratoria”. Nunca pensaron en la calidad de vida de los caribeños que viajaban llenos de ilusiones. Se les engañó y este plan de devolución es una demostración de otro fracaso en el asunto de la inmigración en Chile.
En medio de este contexto, diversas organizaciones o grupos pertenecientes a la sociedad civil han acogido a los inmigrantes, para así ayudarlos a subsistir en medio de la difícil situación que enfrentan. Solo por mencionar un caso, cabe resaltar lo que hace el Instituto Católico Chileno de Migración (INCAMI), el cual realizar cursos de español gratuitos, asistencia médica sin costos, asesoría legal, alojamiento, apoyo en la búsqueda laboral, capacitación para los migrantes, atención a los refugiados, actividades recreativas, talleres de diversa índole e incluso investigación del fenómeno migratorio. Todo esto, que es notable, refleja, nuevamente, el fracaso del estado, pues ¿no debiese ser este último el encargado de dar eso a los inmigrantes y refugiados?
Resumiendo, Chile no está preparado para un flujo migratorio tan potente y repentino. El estado chileno ni siquiera es capaz de darle una buena calidad de vida a sus ciudadanos –quienes sufren por el alto costo de la vida y la precariedad laboral, entre otros males-, asi que obviamente no iba a ser posible que los inmigrantes pudiesen insertarse de buena forma en Chile. Es momento, entonces, que Chile, con gran dolor, ponga pausa al proceso migratorio. Lo primero es desarrollar y mejorar la situación laboral de Chile (y no solo de Santiago y las grandes ciudades). En paralelo, se debe seguir avanzando, a pasos gigantes, en temas esenciales como educación y salud. Luego, se debe modernizar el aparato estatal. Y, finalmente, se tiene que modificar, con urgencia, la política migratoria y el marco regulatorio de los inmigrantes. Una vez que eso pase, Chile podrá volver a abrirle la puerta a los extranjeros. Y, como humilde sugerencia, se deben estudiar a fondo los buenos y malos ejemplos de políticas migratorias en el mundo.
Raimundo Gregoire Delaunoy
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