Finalmente ocurrió lo que se veía venir. En Madagascar, militares contrarios al presidente Marc Ravalomanana y leales al líder opositor Andry Rajoelina tomaron el poder por la fuerza. Unos días antes, el presidente de Guinea-Bissau, José Bernardo Vieria, fue asesinado por tropas opositoras, en un hecho que tuvo ribetes de venganza. Antes, en diciembre, Guinea-Conakry presenciaba la muerte del dictador Lansana Conté, que sería reemplazado, sin mediación de por medio, por un capitán del Ejército. Por último, todavía está muy presente el golpe de estado militar en Mauritania, el cual está lejos de encontrar una solución. Así las cosas, desde fines de 2008 el fantasma de las dictaduras y las intervenciones de las fuerzas armadas nuevamente ronda a la frágil política africana. Lamentablemente, nada nuevo bajo el sol.
Estos hechos no sorprenden, ni tampoco generan mayores cambios en el devenir político histórico de África. Puede sonar descabellado e ilógico, pero ciertamente se trata de acontecimientos bastante frecuentes en la gobernabilidad africana. Claramente se producen importantes modificaciones en los gobiernos de hoy y, por lo tanto, en las relaciones entre los diversos estados africanos y, también, con otras regiones del mundo. Sin embargo, dejando a un lado lo particular y analizando el proceso global, lo que está produciéndose se acerca más a lo esperado que a lo inesperado.
Esa es, justamente, la gran pena y carga que tiene la realidad política africana. No llama la atención ver militares tomándose el poder por la fuerza, pero sí causa gran revuelo un gobierno democrático, transparente y que sea capaz de asumir con naturalidad y calma el voto del pueblo. Así ha sido, lamentablemente, desde que África lograse independizarse de sus antiguas colonias. La mayoría de los países magrebíes y subsaharianos han pasado, con algunas diferencias y excepciones, por procesos bastante similiares. De la independencia a los gobiernos unipartidistas. De dicha condición a los golpes militares. Y así, un grupo de las fuerzas armadas desplazaba a otro. Entremedio, algunos de los dictadores optaban por dar algunas mínimas libertades, otros por establecer sistemas muy represivos y otros que tras cumplir con su misión dejaban en manos del pueblo la elección del nuevo gobernante. Esto último, claro está, ha ocurrido en la menor cantidad de casos. Los estados africanos que han logrado avanzar y solidificar sus procesos políticos han dado el siguiente paso, que es pasar del unipartidismo al multipartidismo y, tras ello, a elecciones libres. Ejemplos hay, como el caso emblemático de Ghana y otros más recientes, donde destacan Benín, Cabo Verde, Etiopía y Burkina Faso.
Desafortunadamente, estos casos son la minoría y el trabajo de estabilización de la política africana tiene mucho camino por delante. En el Magreb y el norte del continente, existe mayor avance, pero todavía quedan muchas deudas pendientes. Egipto tiene un presidente que ha recurrido a herramientos antidemocráticas para así impedir la llegada de la Fraternidad Musulmana al poder; Túnez y Libia poseen gobiernos autoritarios. En poder tunecino se basa en las innumerables enmiendas a la Constitución de aquel país, mientras que la política libia no registrar elecciones democráticas desde que Muammar Al Gaddafi se tomara el control del país hace casi cuatro décadas. Argelia vive con la permanente amenaza del terrorismo y aún están muy frescos los recuerdos de la trágica guerra civil. En cuanto a Marruecos, quizás sea el estado norafricano de mayor estabilidad, pero su gobierno está lejos de ser una democracia ejemplar. Por último, está el caso de Mauritania, pero eso será examinado más adelante.
En el África subsahariana, los conflictos son eternos. La acefalía en Somalía, la crisis de Darfur en Sudán, las rencillas internas en Nigeria, la caótica zona de los lagos, en la cual la República Democrática del Congo aún no logra zafar de las disputas étnicas y económicas. Lo mismo se repite en algunos de sus vecinos. La frágil situación de la política en Chad, con una oposición que en cualquier minuto puede repetir ataques al gobierno. Lo acontecido en Kenya en 2008 y la terrible crisis política, social y económica de Zimbabwe. Estos son sólo algunos de los ejemplos más emblemáticos y que han sido noticia permanente. Sin embargo, no son los únicos y muchos otros aún están presentes.
Sin embargo, en esta oportunidad es importante detenerse en los hechos más actuales y que, por lo demás, no están en el plano de las especulaciones, sino que en el ámbito de lo real. Están oleadas y sacramentados, lastimosamente. Ahora, el motivo principal a la hora de examinar los golpes de estado ocurridos en Mauritania, Guinea-Conakry, Guinea-Bissau y Madagascar es dar cuenta de una variable que ha pasado desapercibida para muchos, pero que es de gran relevancia. Como se mencionó antes, no es novedad que fuerzas militares se tomen el poder, pero lo acontecido en los cuatro países africanos permite ir más allá y establecer una nueva variante. A diferencia de lo que pasa en Somalía, República Democrática del Congo, Nigeria, Sudán o Kenya, la realidad política de Mauritania, Guinea-Conakry, Guinea-Bissau y Magadascar permiten asegurar que estos conflictos internos tuvieron como matriz un elemento más político que religioso, étnico o tribal. Si bien es cierto que las tribus, etnias y religiones siempre tienen una influencia en los problemas africanos, en los casos particulares mencionados anteriormente el principal motor de inestabilidad fue, simplemente, político y militar.
En Mauritania existen, a grandes rasgos, dos zonas étnicas, que son la del norte árabe-bereber y la del sur negroide. Sin embargo, el golpe de estado militar no tuvo como raíz las diferencia étnicas, sino que se trató de intolerancia política. El entonces presidente Sidi Ouldh Cheikh Abdallahi -electo en forma democrática y transparente en 2007- fue derrocado por militares que habían sido removido del gobierno del presidente mauritano. Antes de eso, el gabinete de gobierno había tenido importantes modificaciones. La primera de ellas fue en mayo de 2008, momento en el cual Abdallahi destituyó a todo el gobierno por su supuesta inoperancia ante el tema del alza de precios en la alimentación. Apenas unos meses más tarde, en julio, dimitó el segundo gabinete -que no integraba al principal partido de oposición, ni tampoco a los islamistas de Tawassoul- ante la moción de censura que se había generado en su contra. Unas horas antes del golpe de estado, un grupo de parlamentarios pertencientes al partido del presidente mauritano habían decidido formar otra coalición. De esta forma, lo que gatilló esta crisis política fueron diferencias al interior del gobierno o con parte de la oposición. Más que tribus y clanes, lo que primó fue la crisis económica, la difícil situación agrícola o la caída del turismo.
La realidad de Guinea-Conakry también apunta hacia problemas estrictamente políticos. La muerte del dictador Lansana Conté -que llevaba 24 años en el poder- generó un vacío, pues su estilo autoritario de gobierno nunca permitió la formación de grupos opositores o de una sistema político de diversos partidos. Entonces, una vez que Conté falleció el país quedó a la deriva, absolutamente en tierra de nadie. Sin una institucionalización democrática (o al menos con algún esbozo de aquello) lo que pudiese acontecer tras la muerte del dictador guineano era previsible. Así fue que el capitán Moussa Dadis Camara, junto a sus tropas leales, se tomó el poder y el gobierno de Guinea-Conakry. Nuevamente, la variable étnico-tribal no estuvo presente. La religiosa, tampoco.
Lo acontecido en Guinea-Bissau también permita vislumbrar la variable política como el principal factor. El presidente Joao Bernardo Vieira fue asesinado por militares, quienes habrían realizada este crimen por venganza o, dicho de otra forma, como represalia. Claro, porque un día antes del fallecimiento de Vieira, un atentado explosivo había terminado con la muerte del máximo representante del Ejército, el general Batista Tagmé Na Wai. Sucede que este militar había sido un gran opositor y crítico del gobierno de Vieira y, según se especulaba, se culpaba al presidente de Guinea-Bissau de haber estado detrás del ataque que acabó con la vida de Na Wai. Tras largos años como presidente, aunque primero como dictador, Joao Bernardo Vieira sucumbió en la misma ley que aplicó con dureza durante su mandato, es decir, la eliminación de sus rivales.
Por último, la crisis de Madagascar ha sido otro de los referentes obligados al momento de llevar a cabo un análisis de la política africana actual. Las eternas disputas entre el presidente malgache, Marc Ravalomanana, y el destituido alcalde de Antananarivo, Andy Rajoelina, culminaron de la forma más lógica si se toma en cuenta la cadena de enfrentamientos públicos entre ambos políticos. Rajoelina se había convertido en un ferviente crítico de Ravolomanana, a quien acusaba de ser, en la práctica, un dictador. Su postura era defendida por una parte importante de la sociedad malgache, pero otro sector seguía declarándose fiel al presidente. Sin embargo, las fuerzas militares terminaron dividiénose y los sectores simpatizantes del ex-alcalde de la capital de Madagascar no dudaron a la hora de realizar un golpe de estado. Así, la lucha política llegaba a su fin, aunque de manera transitoria.
De esta forma, aunque ciertamente de un modo bastante somero, se puede concluir que la variable política fue la principal, por sobre temas étnicos, tribales o religiosos. Ni Mauritania, ni Guinea-Conaky, ni Guinea-Bissau y ni Madagascar fueron testigos de grandes enfrentamientos entre tribus. Tampoco debieron soportar luchas religiosas o conflictos étnicos. Se trata, básicamente, de una lucha de poder entre políticos y militares. Fue, en cierta medida, revivir la historia del pasado, aquella en la cual quien llega por la fuerza se va por aquella vía. Lamentablemente, no todos tuvieron aquel camino. Sidi Ould Cheikh Abdallahi fue un presidente democrático y que estaba realizando una interesante labor como mandatario de Mauritania. Marc Ravalomanana también llegó al poder a través de la vía del voto popular. Distinto fue el caso de Lansana Conté y Joao Bernardo Vieria, fieles representantes de la clásica camada de militares golpistas.
En fin, lo importante es darse cuenta que la tradición golpista africana sigue en pie. La inestabilidad política sigue siendo la fuente principal de estos movimientos militares aunque también se podría decir que lo falta de estabilidad en los gobiernos obedece a la presencia de estos sectores de las fuerzas armadas. ¿El huevo o la gallina?
Ya se verá.
Raimundo Gregoire Delaunoy
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